Por Julio César Iglesias, CFA
«Era gol de Yepes», la frase que en 2014 repetíamos luego de la derrota en los cuartos de final del Mundial, la rencauchamos durante esta semana en forma de «atraco» y «nos robaron otra vez», a propósito de la eliminación del boxeador Yuberjén Martínez de los Juegos Olímpicos.
Más allá de la anécdota deportiva, la reacción de los colombianos frente a estas derrotas desnuda una actitud que muchos tenemos, quizá por alguna manía cultural, cuando ocurre un evento adverso.
Desde el empleado que culpa a su compañero por un error, el conductor imprudente que se niega a aceptar su imprudencia en un choque, hasta el político que se «lava las manos» y culpa a su antecesor, es obvio que en este país tenemos una gran dificultad para asumir las consecuencias de nuestras acciones.
«Eso era que no convenía» o «Lo que es pa’ uno es pa’ uno«, son dos frases populares que hacen parte del mismo fenómeno: el afán por evitar asumir que los fracasos existen y que siempre, de una forma o de otra, son nuestra propia responsabilidad.
Nuestra responsabilidad o la naturaleza compleja y competitiva de la realidad: otros equipos también se preparan muy bien y tienen mejores jugadores, otros profesionales fueron más juiciosos y son más competentes, no hay un juez malicioso detrás de cada derrota y tampoco hay una «rosca» que evita que tengamos el trabajo que soñamos.
Claro, a veces resulta más cómodo encontrar una mano oscura detrás, una conspiración que evita que lleguemos al éxito que creemos merecer. De ahí que sea tan atractiva aquella narrativa que le adjudica al ex-presidente Uribe la totalidad de males que nos aquejan. ¿Hay violencia? Culpa de Uribe. ¿Pobreza? La corrupción del uribismo. ¿Malestar social? Uribe.
Una salida fácil para explicar fenómenos complejísimos, pero que además nos permite desligarnos de cualquier responsabilidad. Que nos deja con la «conciencia tranquila» y permite seguir con la convicción de que somos ciudadanos ejemplares, que si acaso nos va mal, tiene que ser culpa de Uribe, de un profesor que nos tiene «bronca», de un jefe tirano o de un colega envidioso.
El lío es que si no creemos que nuestras acciones, las decisiones que hemos tomado, son las principales responsables de los resultados que obtenemos, no vamos a enderezar el rumbo. Como un navegante que cree no jugar ningún papel en la ruta de su barco, que es el azar climático o la incompetencia de su tripulación la que lo ha metido en una tormenta; el destino de ese navegante seguramente será el naufragio.
No es la suerte, ni el azar, ni un juez corrupto o un gobernante que creemos omnipotente, son nuestras acciones, las decisiones que hemos tomado, las que explican los resultados.
Claro, usted podrá decir que la suerte siempre juega, que hay quien nace con estrella y otros «estrellados» y que el contexto es relevante. Es cierto, a veces el gol de la victoria pega en el palo o el Covid llega justo antes de concretar el negocio de su vida. El azar a veces hace travesuras, a veces entrega regalos inmerecidos. Pero no importa, más vale pensar que no es así, que no hay azar, que tienes la responsabilidad absoluta sobre tu destino.
Como el capitán del barco, más le vale creer, aún en la peor tormenta, que él puede salvar el barco. No solo eso, que no importa el clima ni los novatos bajo su mando.
Lo malo de vivir en el país del «nos robaron otra vez» es que nunca tomamos el timón y, por tanto, vamos de naufragio en naufragio.