Fuente: @AndresCoba97), que se lanzó una diatriba en contra de tener hijos acudiendo a un análisis financiero.
«Yo soy anti-niño, un flujo de caja negativo por los siguientes 18 años, ¿el beneficio? Pañales sucios y noches de desvelo», explicó Andrés, que además agregó, «Un niño es un flujo de caja negativo por 18 años, el valor presente son 250k USD, a mi me parece una decisión acertada no tener hijos».
Al margen de que sospecho que Andrés anda en sus veinte, y a su edad yo tampoco hubiera cambiado la parranda por las risitas de Joaquín a las tres de la mañana, quise explicarle por qué se equivocaba. ¿Cómo se atrevía a decir que llevamos año y medio de trasnochos por pendejos?
Así que junté cursilería y teoría financiera: «Te faltó sumarle el valor presente de despertarse y verlo sonriendo, o de la cara que ponen la primera vez que comen una fruta. La TIR de ese negocio tiende a infinito», le respondí. 50 likes estuvieron de acuerdo conmigo, me imagino que la mayoría de ‘papitos y mamitas’ tan ojerosos como yo.
A Andrés se le había olvidado que tener hijos no era una inversión sino una decisión de consumo. Nadie se pregunta cuál es el Valor Presente Neto de un viaje a la playa, de unas cervezas con los amigos o de zamparse una carne en un buen restaurante. Esas cosas, como tener un hijo, son «flujos de caja negativos». No por ello son decisiones malas o irracionales.
Si alguien invierte en acciones, en una propiedad raíz o en un título de maestría, es para poder hacer esas cosas que, bajo la lógica «ultrafinanciera» de Andrés, son «flujos de caja negativos». Se invierte para poder consumir, para poder vivir mejor.
Salvo un tacaño extremo, de esos que pasan en el reality de Discovery, o un avaro de película, como Gordon Gekko, casi nadie invierte solo por el placer de acumular. Casi todos lo hacemos por el deseo de usar esos «flujos positivos» en un viaje, unas cervezas, una carne cara o en criar bien a un vástago.
Con ese razonamiento di por zanjado el asunto, al menos por unas horas, hasta que Joaquín me despertó de un alarido a mitad de la noche. El olor me confirmó que tocaba entrarlo a pits.
Y medio dormido, mientras me limpiaba las manos de la abundante materia café que por error había agarrado, me llegó una revelación: Me había equivocado. Tener un hijo sí es un negocio financiero. Uno que casi siempre es muy bueno.
La mala idea de expropiar las herencias
«La muerte de Ardila Lülle debe abrir el debate sobre las herencias de las megafortunas. La justicia tributaria debe estar en el centro de un proyecto de país progresista», opinó en Twitter Juana Afanador, una joven petrista. La creencia de que las herencias son injustas y deben ser expropiadas o gravadas con severidad, hace parte del discurso de la izquierda desde hace mucho.
Pese a estar en las antípodas ideológicas, Juana y Andrés se equivocan por la misma razón: ignoran la importancia del tiempo, del largo plazo, en la creación de valor.
Tener hijos y poder heredarles un patrimonio, alarga radicalmente el horizonte de inversión de los individuos, hace que pensemos más en el futuro y que tomemos decisiones financieras cuyos retornos tienden a ser más altos.
La teoría financiera explica que las inversiones a largo plazo tienden a ser más rentables que las de corto plazo, porque es necesario compensar la paciencia y el mayor riesgo que entrañan períodos de tiempo elevados. Por ejemplo, comprar acciones y conservarlas durante varias décadas ha demostrado ser un negocio milagroso (pregúntenle a Warren Buffet) porque ofrece retornos muy buenos y permite acumular capital gracias al efecto de los intereses compuestos.
¿Pero qué sentido tiene invertir pensando en el futuro muy lejano si igual vamos a morir? La respuesta para la generación de nuestros padres ha sido sencilla: por los hijos.
No es gratuito que en Estados Unidos los «Baby Boomers» (nacidos entre 1946 y 1964) controlen el 53% de la riqueza del país, mientras que los Millenials (nacidos entre 1981 y 1996) apenas el 4,6%.
Más grave todavía es el dato calculado por la FED, según el cual cuando los ‘Baby Boomers’ tenían, más o menos, la misma edad que tienen los millenials hoy, acumulaban el 21% de la riqueza nacional, casi cinco veces más que los millenials. Algo muy parecido, puedo apostarlo, debe estar ocurriendo en América Latina.
Sospecho que la reticencia de nuestra generación a pensar en el muy largo plazo, en parte por estar menos interesados en tener hijos, ha conducido a que tomemos peores decisiones de ahorro e inversión.
Un efecto similar, el de reducir el horizonte de las inversiones y por tanto limitar la creación de valor económico, tendrían las leyes para prohibir o gravar de manera exagerada las herencias, ¿Ahorrar e invertir para que el gobierno se «mecatee en cositas» mi patrimonio? Ni de vainas.
Una generación que evita reproducirse o una a la que el gobierno promete expropiar su patrimonio al morir, va tener una «propensión al consumo» mucho mayor, es decir, va a pensar menos en el futuro y más en el presente cercano. Va a planificar menos y a despilfarrar más. Todo eso se va a traducir, por desgracia, en una vejez más pobre.
Una sociedad con menos hijos y sin herencias va a ser también una sociedad más cortoplacista y, por tanto, más pobre. El Carpe Diem no es la mejor idea económica.
Tener hijos no solo es un buen negocio, estoy convencido de que es el mejor negocio. Si le suma las risas, la alegría, la dicha de verlo crecer, al aumento del valor de sus activos por apostarle al largo plazo, la rentabilidad que ofrecía David Murcia le va a quedar en pañales.