Por Julio César Iglesias, CFA
Todos tenemos un amigo que se las sabe todas.
Que si te duele la cabeza, asegura él, es por culpa de las antenas 5G, que con la vacuna de Pfizer te convertirás en mutante. Se la pasa diciendo que los masones gobiernan el mundo y que no fue Osama, sino «ellos mismos», los que tumbaron las torres.
Además de conocer el presente y futuro del planeta, los detalles de cada conspiración subterránea que existe, es un experto en cualquier profesión, arte y oficio.
¿Problemas médicos? Conoce un menjurje indígena buenísimo. ¿No sabe en dónde meter unos pesos que pudo ahorrar? Él domina los secretos del Bitcoin y las claves para hacerse millonario con Herbalife. ¿Se dañó la nevera? No se preocupen, él la arregla y sabe dónde comprar los repuestos más baratos.
Especialista en todo: política, relaciones internacionales, medicina, tecnología, ingeniería, cine y crítica literaria. No hay campo que no domine ni hecho sobre el que no opine.
En España lo llaman un «cuñao»: el amigo o familiar charlatán que siempre dice cualquier tontería aunque no tenga ni idea de lo que está hablando.
«En este país no valoran a la gente que sabe», responde cuando le preguntan si ya consiguió trabajo.
El «cuñao» es el alma de cualquier reunión, siempre tiene una teoría estúpida, pero divertida, para explicar la última noticia internacional o para solucionar cualquier problema social que haya en el país.
Porque si hay algo que le guste al charlatán es encontrar soluciones fáciles a problemas difíciles. ¿La crisis de inseguridad en Bogotá? «Que ‘echen’ a los venezolanos», ¿Desempleo? «Que nos contrate a todos el gobierno», ¿Deuda Externa? «Que no la paguen».
Los psicólogos lo llaman el síndrome de Dunning-Kruger: Una tendencia que tenemos los individuos a creernos hábiles o conocedores de áreas en las que, en realidad, somos incompetentes.
Dicho de otra forma, el charlatán o «cuñao», es incapaz de reconocer su propia ineptitud. Es tan ignorante del asunto del que habla que ni siquiera sabe que no sabe.
«Solo sé que nada sé», explicó Sócrates. El charlatán, todo lo contrario, cree que todo lo sabe pero no sabe nada.
Y todo está bien con los charlatanes mientras sus retahílas ridículas se queden en el pasillo de la empresa, mientras nos tomamos una cerveza o en la cena del ’24’ con la familia. Escuchamos sus bobadas con una risa condescendiente.
Lo que ya no es chistoso es, como nos está pasando en Colombia, cuando un charlatán, un ‘cuñao’, está a punto de convertirse en presidente.
La foto de Gustavo Petro debería aparecer en la página de Wikipedia sobre Dunning-Kruger: el arquetipo de impostor que cree ser un iluminado pero es un inepto.
Bastó verlo debatiendo en Twitter, con la propiedad de un sabio, con Juan Ramón Rallo, uno de los economistas más importantes del mundo hispano. Ni se dio cuenta del ridículo que hizo. Todos vimos una pelea de Floyd Mayweather contra Don Ramón, pero Petro se imaginó ganando por nocaut.
El problema que tenemos es que este charlatán resultó con un talento excepcional para engañar a los incautos. Su tonito santurrón y su verborrea hipnótica, tiene enamorados a millones de colombianos.
Humilde, inteligente, honesto, astuto y noble. Así como no hay área que no domine, a Petro no le hace falta ninguna cualidad.
El problema es que detrás de la labia y la pantalla no hay nada bueno. Detrás de sus ‘carretazos’ se esconden las mismas tontas ideas que transformaron a Cuba y Venezuela en infiernos sobre la tierra.
El charlatán, si lo dejamos poner en marcha sus tontas ideas, nos va a llevar de paseo a la miseria.