Bogotá, 27 de septiembre de 2025
Prefiero ir en la tarde a mercar. Antes madrugaba, pero siempre había muchas abuelas con canastos; se aglomeran a primera hora junto a la puerta en una fila desordenada. Les da igual el frío y cuando llueve se esconden debajo de sus sombrillas desteñidas.
Van con la ilusión de conseguir arroz, lentejas, fríjoles, cebolla, pastas y harina. Con suerte les alcanza para un par de cosas, pero son testarudas, nunca se rinden, al día siguiente regresan con una lista más larga y con menos plata.
Lo malo de comprar en la tarde, después de las cinco, es que casi siempre nos quedamos a oscuras. Y sin energía no se puede comprar, nos toca esperar que vuelva, y quién sabe si vuelve. Los apagones, al revés de lo que pasa con los víveres, se han hecho más abundantes.
“Al menos ahora tenemos más tiempo para hablar”, me dice mi esposa para animarme. Tiene razón. Entre el noticiero de las siete y alguna serie de Netflix a las ocho, a veces no había tiempo para mirarnos. Ahora lo que hace falta es la luz.
Lo bueno es que la factura es muy barata, como la de Internet, que es casi gratis. Lo malo es que, entre los apagones y las caídas, casi nunca me puedo conectar.
Calculo que he mandado quinientas hojas de vida. Diez veces me han contestado para darme las gracias. Y una vez me llamaron a entrevista: Había quince tipos de corbata, con la misma cara de miedo. Miedo de volver a casa con malas noticias.
Trabajo no hay, repiten en el noticiero. “Mal de muchos, consuelo de tontos”, me respondo en la cabeza.
-Ayer subió de nuevo el arroz- me quejo con mi esposa. -Un millón quinientos mil pesos la libra. Qué ridiculez.
-¿Te acuerdas cuando compramos un tiquete a Madrid por ese precio?, me responde ella.
Nos reímos. ¿O será que lloramos? Ya no me acuerdo. La vida de clase media, esa que nos llevaba una vez por año a Santa Marta o a San Andrés, se acabó hace rato.
Me olvidé del domicilio de los domingos y del jamón serrano en el D1: aprendí a comer vísceras. Ya no me dan asco. Al contrario, a veces no como tanto como quisiera y me despierta un olor a corazón de pollo frito. ¿Será que me lo imagino?
Hoy en la mañana, otra vez, cortaron la programación en la radio: Petro tenía anuncios importantes.
Que la Superintendencia ya está detrás de las mafias y los especuladores que están haciendo subir los precios de los alimentos de esa forma tan exagerada.
Que, a pesar de los ataques infames del capital financiero y la derecha golpista, el gobierno va a derrotar a la inflación con ayuda del pueblo.
Un aumento extraordinario del salario mínimo queda en firme desde hoy. No van a ser ocho sino quince millones mensuales.
Y lo más importante: Aunque no quería, lo convencieron de meterle la ficha a la reelección.
¿Que si me arrepiento de haber votado por él? Jamás.
Estos años han sido duros, pero consuela saber que tenemos presidente para rato. Que no volverán los genocidas neoliberales.
Tenemos un líder al que le importa el pueblo. No nos ofreció arroz, ni papas ni carne. No trajo empresas ni dinero. Se fue la luz y el internet. Pero nos dio algo mejor: esperanza.
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(Este es un fragmento de «¿Y si Gana Petro?», está disponible gratis el primer capítulo en este enlace).